martes, 26 de noviembre de 2013

Domingo I de Adviento - Mt 24,37-44

Comenzamos un nuevo tiempo de Adviento, de espera de la venida del Señor. Los textos litúrgicos nos invitan a estar preparados, a una actitud de expectativa, de vela, como el centinela que vigila sin dormirse. Pablo, en la carta a los romanos (segunda lectura), nos recuerda que nuestra salvación está «más cerca» y que nuestra vida se debe adecuar a una espera próxima de la venida del Señor. Y esto es una «buena noticia». El evangelio de hoy, en la misma línea, nos invita a estar siempre preparados, a no adormecernos, a vivir en la tensión de la espera del Señor.

Nuestra existencia debe ser una respuesta a la llamada de Jesús, un cambio radical en nuestros criterios y en nuestras actitudes. Es una invitación a salir de la mediocridad y empeñarnos –dentro de nuestras posibilidades– en cambiar las cosas: que el mundo sea más justo; que todos respeten la dignidad de cada persona –independientemente de su raza, condición social, sexo o religión–; que cada ser humano considere al otro su hermano, todos hijos del mismo Padre; que nos empeñemos en la tarea de la evangelización...

No podemos «esperar a mañana», porque no sabemos si habrá mañana: Él vendrá sin avisar, como «viene el ladrón». Dice un refrán castellano: «no dejes para mañana, lo que puedas hacer hoy»

martes, 19 de noviembre de 2013

Festividad de «Jesucristo, Rey del universo» - Lc 23,35-43

Seguro que a más de uno le ha llamado la atención el que para la fiesta de «Jesucristo, Rey del universo» se haya escogido como evangelio el de las burlas a Jesús crucificado: burlas de los dirigentes de los judíos, de los soldados romanos e incluso de uno de los que le acompañan en el suplicio de la crucifixión. Pero es que el reinado de Jesús es algo bien diferente del que ejercen los que llamamos reyes o gobernantes. Él es el ungido (=Mesías) de Dios, el rey de los judíos y también de todo el universo, quien proclama la llegada del reinado de Dios. Su reino no «es» de este mundo, pero no quiere decir que no lo haya iniciado «en» en este mundo. Es un reinado de amor, de perdón («hoy estarás conmigo en el paraíso»), de hermandad, de dignidad humana, de servicio. Es otra forma de entender las relaciones de poder.

Su forma de vivir y de morir enseña a cualquiera que tenga un cargo de responsabilidad, sobre todo en la Iglesia, que no ha de ser como es habitual en este mundo; debe ser de otra manera. Su reinado es servicio –en el sentido literal de la expresión–, sobre todo a los que más lo necesitan; es entrega hasta las últimas consecuencias, incluso hasta la muerte; es hacerse cómo el más pequeño, cómo el más débil; es renunciar a cualquier imposición; es desistir de cualquier privilegio...

martes, 12 de noviembre de 2013

Domingo XXXIII del tiempo ordinario - Lc 21,5-19

La fe es perseverante o es una quimera. El evangelio de hoy narrando entremezcladamente la destrucción de Jerusalén y su Templo y el fin del mundo, hace una afirmación rotunda: «todo será destruido». Pero, después matiza esta afirmación: «ni un cabello de vuestra cabeza perecerá». Los textos bíblicos apocalípticos, como el que se proclama este domingo, no son una «película de terror», son una llamada a la esperanza, un grito de resistencia en medio de la injusticia generalizada. El justo ha de saber que el mal no tiene la última palabra, que Dios está de su parte. Lo fácil es sucumbir a la tentación de la oferta del poder, a abandonar la fe y lo que ella significa de proyecto de cambiar el mundo. Ir contracorriente, en muchas ocasiones, puede significar padecer maledicencia, persecución y, en algunos casos, la muerte (pensemos en el testimonio de los cristianos en países de mayoría islámica, o en el martirio que están sufriendo hermanos nuestros en Latinoamérica por defender a los pobres frente a la explotación, o el peligro que padecen muchos misioneros y misioneras en diversos países, o...).

La perseverancia –no la resignación– es la clave. Una perseverancia que nace de la confianza (la fe) en el Dios de Jesús. Ninguna dificultad puede destruirla.

martes, 5 de noviembre de 2013

Domingo XXXII del tiempo ordinario - Lc 20,27-38

Abraham, Isaac y Jacob
Jesús nos presenta, en el evangelio de este domingo, al Dios de la vida. La pregunta malintencionada de los saduceos le da pie para hablarnos de un Dios que «no es Dios de muertos, sino de vivos». El Dios de Jesús es un Dios que está siempre al lado de su pueblo, es el «Dios de Abrahán, Dios de Isaac, Dios de Jacob», un Dios que se hace presente en la historia de su pueblo, un Dios cercano, un Dios de vida.

Dios ama a cada uno de nosotros de una forma singular, individual, personal. Por eso se hace presente en nuestras vidas, en nuestra cotidianidad, en nuestra historia personal, pero también en la comunitaria y eclesial. Y también, por esta razón, por amor, desea que disfrutemos eternamente de su amor, del amor compartido, pleno, total.

Esta visión de la otra vida no tiene nada de alienante, todo lo contrario. Es una vida que se convierte en continuidad con ésta, y sólo así tiene sentido. Dios se hace presente en nuestras vidas, aquí y ahora, y nos ofrece vivir según su plan amoroso. El decirle, con mi vida, sí, significa que empiezo ya a compartir ese amor con los demás, con cada hombre y cada mujer, a los que considero mis hermanos, y esto es el anticipo de la Vida, con mayúsculas, donde el amor será la única puerta de entrada posible.