miércoles, 26 de marzo de 2014

Domingo IV de Cuaresma - Jn 9,1-41

Juan nos presenta, en el evangelio de este domingo, un relato de milagro o mejor, cómo él prefiere denominarlo, de «signo» de una realidad más profunda. Cada uno de los personajes de la narración es fácil identificarlo con diferentes actitudes en la comunidad eclesial o en relación de dicha comunidad con el exterior.

Jesús es el protagonista principal: Él es la luz, capaz de iluminar la oscuridad y la ceguera de los seres humanos. Él es la respuesta a las diversas preguntas que se hacen los hombres y las mujeres sobre el sentido de la existencia. Pero sólo desde una disposición de apertura al don de Dios, de sencillez, de pobreza (en el sentido de sentirse necesitado, en contraposición a la autosuficiencia) es posible captar, recibir, salir de la ceguera del pecado, del mal y ver la luz.

Los fariseos representan en el relato la cerrazón, la ceguera, la imposibilidad de ver, porque no están ni siquiera dispuestos a reconocer su necesidad de luz. Los discípulos, por su parte, no entienden, pero preguntan, buscan..., y serán espectadores privilegiados de la acción de Dios, a través de Jesús. Los padres del ciego personifican la actitud de cobardía, de miedo a complicarse la vida; han visto el cambio radical acaecido en su hijo, pero no son capaces de testimoniarlo públicamente. El ciego que recobra la vista participa de todo un camino de conversión: es curado de su ceguera física y, más importante, de la ceguera espiritual. Él acaba reconociendo a Jesús como Señor, aunque ello le acarrea insultos y marginación; pero ha descubierto la Luz.

lunes, 24 de marzo de 2014

La Anunciación del Señor - Lc 1,26-38

Basílica de la Anunciación, Belén
Dentro de nueve meses volveremos a celebrar la Navidad, el nacimiento de Jesús, el Hijo de Dios y, al mismo tiempo, el hijo de María. Esto es lo que anticipamos hoy en la fiesta de la Anunciación del Señor.

De la misma forma que la carta a los Hebreos (segunda lectura) y el salmo de hoy nos recuerdan una actitud de Jesús, y anteriormente del salmista, de entrega incondicional a la voluntad divina, «aquí estoy, oh Dios, para hacer tu voluntad», también se puede aplicar a María, que entendió toda su existencia como una entrega libre y amorosa a la voluntad de Dios: «Aquí está la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra.» 

La actitud del discípulo y de la discípula de Jesús –María fue la primera– está en la misma línea, conscientes de que el plan amoroso de Dios para la Humanidad es lo mejor que nos puede pasar. Y, por consiguiente, he de poner todo mi empeño, toda mi vida, todo mi obrar en comenzar a construir ya aquí y ahora el reino de Dios («venga a nosotros tu reino»), aún conscientes de que no será en este mundo donde alcanzará su plenitud, pero sí se inicia; en el empeño de que cada hombre y cada mujer reconozca en el otro su hermano y su hermana; en que sea respetada la dignidad de toda persona humana…

martes, 18 de marzo de 2014

Domingo III de Cuaresma - Jn 4,5-42

La narración del evangelio de hoy transcurre en un escenario no habitual, en un pueblo de Samaria. Además de Jesús, el personaje principal en la escena no son los discípulos sino una mujer. Jesús, saltándose los convencionalismos de la época conversa  distendidamente con ella. Es una mujer, además extranjera (samaritana) y con un historial moral mal visto, lo que la hace una interlocutora inadecuada para cualquier judío. Pero la «Buena Nueva» de Jesús no sabe de convencionalismos ni se detiene ante los límites sociales discriminatorios. A partir de una situación ordinaria, cotidiana le habla del «don de Dios», un don que no conoce las fronteras que hemos inventado los seres humanos y que acoge a todas y a todos sin distinción de sexo, raza, cultura o forma de vida.

Jesús es el «agua viva», capaz de saciar, para siempre, la sed del ser humano; no  como otras aguas que sólo quitan la sed momentáneamente (diversiones, placer, poder, dinero, éxito, etc.). Nosotros que hemos experimentado esta realidad (?!) somos invitados a compartir este «agua» con los demás, como lo hizo la mujer samaritana con sus compatriotas: «muchos creyeron en él (en Jesús) por el testimonio que había dado la mujer», porque el don es inmenso, grandioso, no tiene límites.

martes, 11 de marzo de 2014

Domingo II de Cuaresma - Mt 17,1-9

Basílica de la Transfiguración
La escena de la Transfiguración, del evangelio de hoy, anticipa la exaltación –la  resurrección– de Jesús, que celebraremos al final de este tiempo litúrgico y hacia donde apunta toda la Cuaresma. Prepara a los discípulos a los acontecimientos difíciles de la pasión y muerte del Maestro, con la esperanza cierta de un final esperanzador.

En la escena de la narración, además de Jesús y los tres discípulos, aparecen tres personajes más: Moisés y Elías y Dios-Padre. Toda la Biblia, toda la Palabra de Dios está dando testimonio de Jesús, personificada en Moisés (la Torá, la Ley) y Elías (los Profetas), y el mismo Dios confirma la grandeza del Hijo, con una invitación a escucharlo.

Invita el pasaje a todos los que lo leen o lo escuchan a estar atentos a la Palabra de Dios, Antiguo (Moisés y Elías) y Nuevo Testamento (Jesús). En ella está la respuesta a nuestros interrogantes, pero también a nuestros miedos, inquietudes, angustias, incomprensiones... La historia del ser humano, la colectiva, pero también la personal, está en las manos de Dios: no hemos de tener miedo. Y, al mismo tiempo, es una llamada a vivir el mensaje de esta Palabra: no podemos quedarnos a hacer «tres tiendas» y eludir nuestra responsabilidad.

martes, 4 de marzo de 2014

Domingo I de Cuaresma - Mt 4,1-11

Desierto de Judá
En el evangelio de este domingo Jesús aparece sometido al acoso del tentador. Las tres tentaciones narradas por el evangelista corresponden a situaciones similares vividas por el pueblo de Dios, por Israel. En todas ellas el pueblo escogido sucumbió a la tentación; no así Jesús. La Palabra de Dios es el fundamento donde se apoya para no ceder a las instigaciones. Nos recuerda que Dios no debe ser nunca utilizado para provecho propio, buscando la solución fácil, sin esfuerzo personal, o lo espectacular frente a lo sencillo y cotidiano, o poniendo otras cosas (fama, reconocimiento, dinero, poder, etc.) en el lugar de Dios.

En la lectura asidua de la Palabra de Dios descubrimos una escuela para la vida, unas historias para vivir. Hallamos un Dios grande y poderoso, aunque la expresión que mejor le define es Amor: es grande y poderoso amándonos. En dicha Palabra reconocemos el plan de Dios para la Humanidad, en el que cada ser humano se revela como tal en su dignidad y libertad, pero también en su responsabilidad; sin caer en tentaciones que anulen o mengüen el designio amoroso divino. La tentación nos muestra una realidad atractiva pero engañosa. Sólo el plan de Dios hace al ser humano feliz, sólo éste responde a las expectativas más profundas de la persona.