lunes, 30 de marzo de 2015

Jueves Santo - Jn 13,1-15

Hoy celebramos la última cena de Jesús con sus discípulos, antes de su muerte. Y el evangelio que nos propone para este día la liturgia es el de la escena de Jesús lavando los pies de sus seguidores.

El evangelista quiere subrayar el sentido profundo de esta cena que nosotros actualizamos en cada eucaristía. Lo nuclear, lo definitivo es el amor: «habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo» Es un amor que no se para ante el sacrificio de la propia vida. Jesús nos ha amado, nos ama así. El seguimiento de Jesús implica entrar en esta dinámica, la del amor. Si no nuestra participación en el culto, en la eucaristía es un sin sentido, algo vacío.

No sé si estaríamos dispuestos, por amor, a dar la vida por los demás, a ejemplo de Jesús. Seguramente no nos encontraremos en esta circunstancia. Pero lo que sí es seguro que tenemos oportunidades continuamente de demostrar ese amor en cosas más sencillas, más cotidianas. ¿Estamos dispuestos a ser servidores de los otros, lavándoles los pies, por ejemplo? El amor se muestra en lo cotidiano: en la actitud real de servicio, en buscar que el otro o la otra sean felices, en hacer propias las necesidades materiales o espirituales del próximo, etc. Jesús es claro y contundente: «os he dado ejemplo para que lo que yo he hecho con vosotros, vosotros también lo hagáis» 

miércoles, 25 de marzo de 2015

Domingo de Ramos, ciclo B - Mc 14,1-15,47

Jesús entra en Jerusalén pocos días antes de su pasión. De hecho la liturgia nos lo quiere recordar con los dos evangelios que se leen en este día: uno para la bendición de la palmas (entrada en Jerusalén montado en un borrico) y otro para la celebración de la eucaristía (narración de la pasión, este año del evangelio de Marcos).

Son las dos caras de la misma moneda: la gente sencilla lo aclama, proclama la llegada del reino de Dios; mientras que los poderosos traman su muerte, «los sumos sacerdotes y los escribas pretendían prender a Jesús a traición y darle muerte»

La muerte de Jesús que buscan el poder religioso (sumos sacerdotes, ancianos y escribas) y el político (procurador romano) responde a cómo vivió Jesús y a su predicación. Es alguien molesto. 

La causa de Jesús no acabará con su muerte. Sus enemigos se equivocaron pensando que matándolo la pondrían punto final. El reino de Dios, que aclamaban gritando la gente sencilla al paso de Jesús, llega. Nada ni nadie lo puede parar. El final del evangelio que hoy hemos escuchado y meditado no ha llegado todavía. La última palabra en la historia la tiene Dios y, en este caso, será resucitando a su Hijo.

Serán los sencillos los que verán colmadas sus esperanzas. La prepotencia de los poderosos no tiene la última palabra.

lunes, 23 de marzo de 2015

La Anunciación del Señor - Lc 1,26-38

Gruta de la Anunciación, Nazaret
Hacemos un paréntesis en la Cuaresma para celebrar la fiesta de la «Anunciación del Señor». Nos recuerda y anticipa que dentro de nueve meses volveremos a conmemorar el Nacimiento de Jesús; evocamos el momento de la Anunciación, el cuándo María se queda embarazada de su hijo Jesús. El evangelio de Lucas es el que la liturgia nos propone para recordar este evento. 

La escena de la Anunciación es de una belleza extrema. Pero, al mismo tiempo, de una gran fuerza dramática. Es el diálogo entre Dios (significado por el ángel Gabriel) y María. El plan amoroso del Señor para la humanidad se hace presente de una manera crucial en esta escena. Pero, según el «estilo» de Dios, lo llevará a cabo a través de un acto libre del ser humano. María es la mujer elegida. Ella con su «sí» incondicional hará posible el acto de la Encarnación, el inicio del período más intenso y nuclear del plan amoroso de Dios. Esta etapa culminará, tendrá su momento álgido, en los acontecimientos a los que estos días de Cuaresma apuntan: la muerte y la resurrección de Jesús. María, mujer de fe, está presente, de una manera decisiva, en el inicio de este acontecimiento. También estará presenta al pie de la cruz y en Pentecostés. 

Cada uno de nosotros y de nosotros estamos también llamados a participar libremente, guardando las distancias, en este plan amoroso de Dios. Mi «sí», ¿también es sin condiciones? 

miércoles, 18 de marzo de 2015

Domingo V de Cuaresma, ciclo B - Jn 12,20-33

Está próximo el final trágico de Jesús; Él lo presiente. Pero, su fe inquebrantable en el Padre le hace intuir, le da la certeza de que del sufrimiento y de la muerte puede resurgir vida: «Ha llegado la hora de que sea glorificado el Hijo del hombre»

Desde esta perspectiva es comprensible su extraña afirmación: «Os aseguro que si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto» Nuestra experiencia y opinión va en otra dirección. Nos cuesta entender que dé fruto, y menos mucho fruto, el dolor y el sufrimiento, la muerte. Pero nuestra fe en la resurrección de Jesús nos proporciona la convicción de que Él tenía razón. 

Pero esta perspectiva es exportable a nuestras vidas. El sufrimiento, el dolor y la muerte forman parte de la naturaleza humana. Por más que queramos esconder esta realidad, huir de ella, nos la encontramos en la propia vida, en la de nuestra familia, en los amigos… Jesús nos ofrece otra lectura de estas realidades. No tiene nada que ver con una búsqueda masoquista del dolor. Es aceptar el sufrimiento inevitable, aquel sobre el que no podemos tener control. Comprobar, tener la certeza, de que la enfermedad,  incluso la más incapacitante, el dolor y la muerte tienen un valor, un valor salvífico.  El sufrimiento y la muerte de Jesús, junto con su resurrección lo certifican.

lunes, 16 de marzo de 2015

San José, esposo de María - Lc 2, 41-51a

De José, el esposo de María, la madre de Jesús, tenemos muy pocos datos. Los evangelios son parcos en ofrecernos noticias de este personaje, por otro lado, extraordinario. Sabemos que se desposó con María; que no entendía la concepción virginal de Jesús, pero aún así acepta la voluntad de Dios; que era un hombre justo, bueno, de una fe profunda; que cuidó de Jesús y de María; que trabajaba de carpintero, oficio que enseño también a Jesús, y poco más sabemos.

En pocas palabras, era un hombre sencillo, con una fe inquebrantable. Suponemos que como un buen padre judío enseñaría a su hijo adoptivo, a Jesús, junto con María, las primeras oraciones, le explicaría lo que él sencillamente sabía de las Escrituras sagradas, le acompañaría en muchas ocasiones a la sinagoga para que aprendiese la Palabra de Dios, como también en las fiestas principales, sobre todo en la de la Pascua, al Templo de Jerusalén. Uno de los dos evangelios posibles que nos propone hoy la liturgia (Lc 2,41-51a) nos narra una de estas visitas a Jerusalén, cuando Jesús tenía doce años. 

José es un ejemplo de hombre bueno, de padre abnegado, de honestidad y de fe sencilla. Todos estos valores son fundamentales, también hoy. Lo importante no es lo extraordinario: Dios se manifiesta en la sencillez, en la humildad, en la entrega; y en todo esto es maestro José.

martes, 10 de marzo de 2015

Domingo IV de Cuaresma, ciclo B - Jn 3,14-21

Jesús es vida y es luz
La muerte de Jesús en la cruz no es un fracaso. Su muerte trae vida. Más aún, vida sin fin, vida eterna. La vida, la predicación, pero, sobre todo, la muerte de Jesucristo es el acto supremo de amor de Dios. Dios-Padre no quiere que se pierda ni uno solo de nosotros. Nos ama de forma individual, personalizada, no de manera colectiva. Cada ser humano es objeto personal del amor de Dios. El periodo de la Cuaresma nos prepara para apreciar en toda su intensidad el acto sublime del amor de donación de Jesús. 

La  oscuridad de la muerte, en Jesús se convierte en luz. Él es «la luz que vino al mundo» Pero hay el peligro de que prefiramos «la tiniebla a la luz» La causa de Jesús vale la pena: es luz. El mundo está lleno de oscuridad, de injusticias, de atentados a la dignidad de la persona, de mal. Pero otro mundo es posible. La cruz, la muerte y la resurrección de Jesús nos lo anuncian, lo inauguran. El amor inmenso de Dios, hecho carne en Jesús, nos muestra el único camino posible, el del amor. Un amor que nos empuja a luchar para que sea respetada la dignidad de cada persona, a reconocer en el otro a un hermano o una hermana, a hacer propios los sufrimientos y las necesidades de cada persona. Es más fácil, es verdad, una vida soporífera, en el que sólo cuenta mi ego, yo y mi entorno más próximo, el pasármelo bien, el no complicarme la vida. Pero esa no fue la opción de Jesús; no es luz; no es vida inagotable.

martes, 3 de marzo de 2015

Domingo III de Cuaresma, ciclo B - Jn 2,13-15

Jesús se revela contra un mundo en el que lo económico es lo prioritario; el dinero importa más que las personas. Y esto ocurría incluso en el Templo de Jerusalén. El Templo era el lugar de la «presencia de Dios» y los vendedores y cambistas, los especuladores monetarios, habían convertido «en un mercado la casa de mi Padre», dirá Jesús. La reacción de Jesús es visceral. No puede admitir que el Templo de Dios se haya transformado en un lugar de negocios y de exclusión.

Pero la narración evangélica aprovecha la escena para explicar una realidad más profunda. Jesús es el auténtico Templo de Dios. En su humanidad se hace efectiva de una forma única la presencia de Dios. Dios se hace presente en el ser humano.

La resurrección de Jesús será el signo definitivo de esta realidad. Jesús ha inaugurado una nueva forma de entender lo sagrado, lo santo. Cada hombre y cada mujer son el lugar donde se manifiesta la santidad de Dios, su presencia única.

Lo prioritario en sus seguidores, en los que perciben esta nueva realidad, no puede ser el dinero, el poder o el prestigio social. No podemos admitir la exclusión de ningún ser humano por ninguna causa. La vida, la predicación de Jesús, su muerte y su resurrección inician un nuevo devenir, donde lo nuclear es el ser humano, hecho a imagen y semejanza de Dios.