martes, 27 de octubre de 2015

Festividad de Todos los Santos - Mt 5,1-12a

Lugar de las bienaventuranzas
El evangelio que leemos / escuchamos en la celebración de este domingo, el día de «Todos los Santos», es el llamado «sermón de la montaña», del evangelio de Mateo, donde Jesús enseña quienes son los «dichosos», los «bienaventurados». El número de los que están ya disfrutando del amor en plenitud, de Dios, es incontable (primera lectura, del libro del Apocalipsis); cada uno de nosotros ha conocido, conoce a un buen número de ellos y de ellas. Ya no están físicamente entre nosotros, pero siguen presentes de alguna manera, y actualmente están degustando de la visión de Dios (segunda lectura).

La «recompensa será grande»; ésta es nuestra esperanza. Pero la realidad del «reino de Dios» es algo que se ha de empezar a construir hoy, aquí y ahora. El conseguir que los pobres, los que lloran, los que sufren… sean dichosos es tarea de toda la comunidad eclesial; no es una realidad que haya que esperar a la otra vida. De la misma manera la solicitud por la causa de la justicia y de la paz.

Los «santos» son todos/as aquellos/as que se han empeñado (que se empeñan), de una forma o de otra, en que el proyecto de Jesús se haga realidad en este mundo, que comience a realizarse. Y es posible que algunos/as de ellos/as no sean conscientes de que estaban (están) contribuyendo a la construcción del «reino de los cielos», al que estamos llamados, todos y todas, a disfrutar.

lunes, 19 de octubre de 2015

Domingo XXX del tiempo ordinario, ciclo B - Mc 10,46-52

La súplica que el ciego Bartimeo dirige a Jesús: «Jesús, hijo de David, ten compasión de mí», que leemos-escuchamos en el evangelio de este domingo, ha pasado a ser una de las oraciones principales entre los cristianos orientales (y no sólo entre ellos) y es conocida como la «oración del corazón» u «oración del nombre de Jesús». Se repite reiterativamente, de forma letánica, al ritmo de los latidos del corazón. Es una oración que nace de la confianza en Jesús y produce una gran paz interior.

Nuestro personaje, en la narración, interpela persistentemente a Jesús. Está convencido que Jesús puede curarle. Por eso, cuando éste le llama, abandona todo lo que le ata a su situación anterior, «soltó el manto», y lo hace con toda prontitud, «dio un salto y se acercó a Jesús» Su gran fe, su plena confianza, su oración insistente… han hecho posible el «milagro».

Jesús ha hecho que «vea» y no sólo en un sentido físico. Su recobrar la vista se ha convertido en seguimiento de Jesús: «recobró la vista y lo seguía por el camino». Hemos de descubrir la fuerza de la oración, la confianza en la acción de Dios. El Señor es Alguien próximo, que nos ama hasta el extremo.

lunes, 12 de octubre de 2015

Domingo XXIX del tiempo ordinario, ciclo B - Mc 10,35-45

La pretensión de los hijos del Zebedeo, de Santiago y Juan, que nos narra el evangelio dominical, es de entonces, de ahora y de siempre. Les gusta, nos gusta, el poder y el reconocimiento social; es humano. El resto, del grupo de los Doce, se indignan contra ellos, pero en el fondo pretenden lo mismo o parecido.

En la comunidad de los seguidores y seguidoras de Jesús no deben ser así las cosas. Eso es lo que les (nos) intenta explicar Jesús. Y afirma: «el que quiera ser grande, sea vuestro servidor; y el que quiera ser primero, sea esclavo de todos» Es paradójica la aseveración de Jesús. Manifiesta a la comunidad de los discípulos que el papel de «grande», de dirigente en la comunidad nada tiene que ver con la forma de entenderlo habitualmente. No es poder, ni prestigio, ni privilegios, ni nada parecido. Los que tienen o pretenden alguna responsabilidad en la comunidad han de ser quienes están a su servicio, más aún, los que se consideran –y  son literalmente– esclavos de todos. La autoridad así entendida no tiene nada de atrayente, al menos humanamente. Pero es la que pide Jesús, la que Él vivió: «Porque el Hijo del hombre no ha venido para que le sirvan, sino para servir y dar su vida en rescate por todos.»

martes, 6 de octubre de 2015

Domingo XXVIII del tiempo ordinario, ciclo B - Mc 10,17-30

Siempre me ha llamado la atención la escena del evangelio de este domingo: uno que pregunta a Jesús sobre la vida eterna. Hoy sería difícil encontrar a alguien que hiciese esa pregunta. Aunque seguramente la cuestión la podríamos reformular a un lenguaje más actual: ¿qué podría hacer para que mi vida tuviese sentido?; ¿cómo podría ser feliz?; ¿qué valor tiene la existencia?; ¿para qué complicarse la vida, si «esto» son dos días?

Es posible que algunos respondamos a Jesús también de forma similar al de nuestro personaje de la narración: «yo ya soy una buena persona»; «ya me preocupo de mi familia, de los míos e incluso de ayudar a los demás»; «contribuyo económicamente con una ONG»… Y Jesús también nos mirará con cariño, con un amor sincero.

Pero aún falta algo para conseguir la vida eterna, para que nuestras vidas no estén vacías, para que nuestra existencia no sea un ir «tirando» o un «sinsentido». Jesús nos pide que le sigamos, que hagamos nuestra opción existencial, como lo hizo Él. Nuestro corazón aún está dividido entre el amor a las cosas, a lo que poseemos, a nuestras seguridades, al dinero y el seguimiento de Jesús. Sabemos (intelectualmente) que sólo en Jesús y en los valores que predicó encontraremos la felicidad, pero no nos terminamos de fiar (existencialmente). Hemos de dar el paso.