lunes, 25 de septiembre de 2017

Domingo XXVI del tiempo ordinario, ciclo A - Mt 21,28-32

Continuamos con el tema de la viña, que ya apareció el domingo pasado, símbolo del pueblo de Dios. Hoy es un padre quien envía a sus dos hijos, primero a uno y después al otro, a trabajar en su viña.

La narración fija la atención en los dos hijos como dos formas contrapuestas de responder a la llamada de Dios. Curiosamente el primer vástago (el primogénito) representa a los judíos «fieles», incluyendo a los representantes religiosos de la época (sumos sacerdotes y ancianos) que con la boca dicen que «sí», pero a la hora de la verdad es que «no».

El segundo hijo –según palabras de Jesús– está significado en «los publicanos y las prostitutas», aquellos y aquellas que con su estilo de vida parece que dicen «no», pero que acaba en un «sí», porque saben acoger el perdón y el amor gratuitos de Dios, que les ofrece Jesús.

Los excluidos por la sociedad y por la religión pasarán delante de los aparentemente justos y religiosos en el reino de Dios, afirma Jesús. El mensaje de Jesús no es excluyente, no cambia unos excluidos por otros. Todo lo contrario, es inclusivo. Jesús enseña que Dios ama a todas y a todos como un Padre amoroso e invita a todos los que le escuchan a unirse a este amor que no conoce acepción de personas y que, en muchas ocasiones, depara sorpresas: el «sí» de quien menos pensábamos.

martes, 19 de septiembre de 2017

Domingo XXV del tiempo ordinario, ciclo A - Mt 20,1-16

Una lectura superficial del evangelio de este domingo nos puede hacer pensar que el propietario de la viña, en la parábola de Jesús, es alguien que está haciendo un agravio comparativo a los trabajadores que se afanan todo el día frente a los que sólo trabajan una hora. Pero esto es sólo fruto de una lectura descontextualizada y pueril. Jesús no está hablando de trabajo y de sueldos. Está utilizando una imagen habitual entre sus interlocutores inmediatos, campesinos de Galilea, para expresar una realidad mucho más profunda: cómo actúa Dios con los seres humanos, con nosotros y nosotras, cómo dispensa su generosidad.

Dios desea ardientemente que nos acerquemos a su Palabra, a la «buena noticia» del Reino, a su amor incondicional, que nos sintamos pueblo de Dios (la viña es símbolo de Israel), y para Él el cuándo no tiene gran importancia; el tiempo es algo relativo. El «pago» que nos tiene reservado siempre es el mismo para todas y todos: el amor infinito, la felicidad plena, simbolizado en ese «denario» que era el jornal que habitualmente se cobraba por un día de trabajo, y que se recibía con gran alegría después de la dureza de la jornada.

Pero aún subraya una idea más: la preferencia por los últimos, éstos serán los primeros en el reino de Dios. Los criterios de prioridad de Jesús poco o nada tienen que ver con los cánones de este mundo, donde prevalecen los ricos y poderosos.

jueves, 14 de septiembre de 2017

Domingo XXIV del tiempo ordinario, ciclo A - Mt 18,21-35

Continuamos con el «discurso eclesial» iniciado el domingo pasado. El evangelio de hoy trata el tema del perdón: ¿cuántas veces hemos de estar dispuestos a perdonar?; ¿hasta dónde ha de llegar el perdón?

Las respuestas a estos interrogantes son respondidas a través de un diálogo entre Pedro y Jesús y una parábola ilustrativa. Jesús afirmará que no hay límites para el perdón: sus seguidores han de estar dispuestos a perdonar todo y siempre, sin ninguna excepción, sin ninguna limitación: «hasta setenta veces siete». La verdad es que lo que nos pide el Maestro no es nada fácil, pero no hay otro camino posible para la comunidad eclesial.

La parábola nos introduce en una realidad más profunda. Dios nos ha perdonado tanto, nos perdona tanto que nuestro perdón comparado con el suyo es ínfimo, microscópico. Es como comparar un millón de euros con un céntimo. No tenemos excusas posibles para el perdón, incluso para el más difícil: «perdona nuestras ofensas como nosotros perdonamos a los que nos ofenden» Jesús nos pide estar siempre dispuestos a perdonar si queremos acceder al perdón de Dios.

lunes, 11 de septiembre de 2017

La Exaltación de la Santa Cruz - Jn 3,13-17

La cruz, signo de ignominia, en Jesús se convierte en símbolo de salvación, en realidad liberadora. La forma de actuar de Dios no es la de la condenación, sino la de dar vida. El Dios de Jesús es el Dios de la vida. Y la cruz de Jesús es sinónimo de vida sin fin, de vida eterna.

Este jueves celebramos la «Exaltación de la Santa Cruz», es decir que la cruz de Jesucristo ha sido encumbrada, ennoblecida, santificada; algo que originalmente era juzgado como signo de la maldición de Dios. Y es que la cruz, en Jesús, se ha convertido en la mayor prueba del amor de Dios al ser humano. Dios quiere que vivamos, que seamos felices, que nuestra vida tenga sentido, que pregustemos la eternidad ya aquí, en nuestra existencia cotidiana.

La «buena noticia» de Jesús para los pobres, los excluidos, los enfermos…, para todos y todas tiene su fase álgida en la cruz. Y es que el fracaso se convierte en esperanza, la desesperación en confianza, la muerte en resurrección, en vida. Dios Padre está del lado de Jesús, su Hijo. Su causa no ha fracasado. La exaltación de la cruz significa la elevación de todo lo pequeño, inútil o despreciable, según el mundo. Dios es un Dios de vida.

lunes, 4 de septiembre de 2017

Domingo XXIII del tiempo ordinario, ciclo A - Mt 18,15-20

Tanto la primera lectura, del profeta Ezequiel, como el evangelio de hoy señalan la responsabilidad del creyente ante el pecado del hermano o hermana, ante su debilidad. La fidelidad a la Palabra de Dios, al evangelio de Jesús, exige una preocupación exquisita por el prójimo. Pablo, en la carta a los romanos (segunda lectura), afirmará que el amor es la única deuda que debemos tener con los demás, ya que amando se cumplen todos los mandamientos.

El texto del evangelio pertenece al llamado «discurso eclesial», en el que se subraya las exigencias del perdón y del amor en la comunidad cristiana. Lo importante es que el hermano o la hermana no se pierda, aunque haya sido infiel, incluso gravemente. El proceso es de una delicadeza exquisita, primero exhortándolo/a a solas, en secreto; no criticándolo/a ni pública ni siquiera interiormente. El resto del proceso busca ayudarlo/a, no condenarlo/a. Aunque no siempre es posible: el otro, la otra son seres libres y hemos de respetar su libertad, aunque se equivoque.

Pero no puedo quedarme tranquilo/a si el/la hermano/a se pierde. Respetaré siempre su libertad, pero me uniré en oración comunitaria por el hermano o la hermana, para que Dios «toque» su corazón y sea consciente de su error. El amor es la medida de las relaciones comunitarias.